PEDI UN DESEO (mis imágenes favoritas en gris)
Media tarde gris en Buenos Aires. O lo que quedaba de un día pasado por agua, la noche anterior había llovido. Durante la mañana también. Era una lluvia extraña, una de las primeras lluvias de verano. Lluvia de ciencia-ficción. No era Buenos Aires, era una ciudad sin nombres, sin letras, sin palabras. Era como si nunca lo fue. No había gente por la calle. No había colectivos ni autos ni trenes. La ciudad estaba como suspendida, como si se hubiera detenido junto con la lluvia. O tal vez con la lluvia se había apagado un incendio masivo. Las plazas y las calles no tenían nombres. Un viento fresco silbaba ausencias a las hojas de los árboles y todo se veía como en blanco y negro. Tampoco había ley proxémica alguna que gobernara todo ese espacio y todo parecía elípticamente vacío. Alejado. Húmedo. Mientras tanto aquellas hojas aprovechaban el abandono de lo ajeno, de lo que nunca tuvieron y se despojaban del mensaje acuoso de horas y horas de lluvia. Se escuchaba como el viento se alejaba de las calles golpeando contra ventanas que daban a apretados pulmones de manzana. Gris. Gris chorreado de negro. Gris desde las terrazas hasta las baldosas rotas llenas de agua gris. Gris espaciado. Antenas grises sin dirección negándose una y otra vez a la nada. Desde lo alto una ciudad se extiende al infinito. De momento me parece que es la ciudad donde Mary Poppins y el deshollinador vivieron su historia de amor, pero no. No se trata de un cuento - a pesar que las ilustraciones de ese cuento son unas de mis favoritas, o lo supieron ser- o tal vez si se trate de un cuento, no lo sé. No existía lo nuevo ni lo viejo. Atemporalidad y quietud. Como si la ciudad hubiera sido abandonada tras una peste trágica. Éxodo y silencio. Esa peste tenía varios nombres y miles y miles de rostros que no se dejaban ver y era abrasiva, fría y acaparadora. Trepaba por gárgolas tiesas de miradas perdidas, miradas renegridas que nunca recibirán una respuesta o tan solo un saludo. Se posaba sobre largos espejos venecianos, espejos de manos antiguos, de plata vieja. Caminaba tranquila por los delgados pasillos de todos y cada uno de los cientos de miles de edificios sin identidad. Posiblemente se meció en esa hamaca de placita de barrio que todavía se mueve, sola.
Soledad. Angustia. Gris. Nostalgia. Bienvenida antes, bienvenida después. Con melancolía en los ojos no se ven colores ni se siente el pestañeo.
Una vieja cepilla su larga y poco tupida cabellera gris, viste camisón arrugado y mira, con sus ojos arrugados una interminable colección de fotos familiares sobre un piano de cola negro. Grises y arrugadas.
En el cielo se ven nubes tiradas por pequeños caracoles que dibujan corazones acromáticos, corazones flechados, o alguna otra de esas figuras celestiales típicas. Silencio.
Todo es silencio.
Mientras tanto, en algún lugar un gordo gato gris prolonga su siesta sobre un sillón de cuero negro. Un gordo reloj metálico marca las seis de la tarde, las agujas se mueven apenas, casi sin avanzar, en sus puntas tienen focas. No se si funciona, si está en hora o no. Si, dije focas. Y brillan y parecen cansadas de querer avanzar y no poder. O lo hacen, avanzan, pero no se dan cuenta.
Como yo en medio de esta tarde gris o una porción de tiempo gris, en una ciudad desnuda y casi abandonada. Tarde, mediodía, tardecita, siesta; que más da saberlo, si cuando está nublado es como si no existiesen momentos definidos. No hay tiempo ni orientación solar y nadie sabe lo que es un ocaso dorado. Es gris y pausado. Son secuencias que se funden constantemente en la mente de alguien. En escala de grises. Por ejemplo en las de un joven que tirado en una cama deshecha, con la mirada amanecida y ebria hace salir de su boca blandas aureolas de humo gris.
En algunas partes de este mundo hay quienes creen que los perros perciben la vida sin colores. Completamente acromática. Como en una película vieja, tipo muda. Este mundo tiene muchas partes así. Lugares, momentos, olores, y personas tan grises esfumándose constantemente hasta perder nitidez. Sí, como en una película vieja. Tipo muda.
Bailarinas grises en cajitas musicales giran y giran en un silencio elíptico-elitista. Cucharas casi ennegrecidas, opacas, que suben y bajan de un plato de sopa humeante. Cientos y cientos de elefantes de peluche apilados en la fría depósito de una fábrica esperando turno para hacer feliz a un niño,. La mantilla de una virgen; pura y al mismo tiempo, llena de polvo. Ratas! Ratas corriendo por alcantarillas – una clásica – y, por supuesto, los mimos que tanto nos quieren hacer reír con sus lágrimas de plomo y boca-buzones corriendo como locos por las calles de esta ciudad dejada, buscando desesperadamente su sombra. Y la sensación ausente del llanto contagioso.
Justo en el momento en que se despide con un largo adiós el amigo imaginario. O unos segundos después, suena un llamador de ángeles y todo se funde en el desorden sonoro más dulce que el dulce de leche. Y vienen destellos de colores por todos lados, como cuando nace la primavera. Colores intensos hacia arriba y hacia bajo en un túnel. Como lo deben ser las mariposas en el estómago. Increíble! Sus aleteos suenan como aplausos que acompañan una melodía conocida – y deben serlo – por que los ángeles ya entraron a mi casa “Arcoiris”.
Y ahí está! Una vez más! Siguen llegando!
Salgo a saludarlos y casi al momento de abrir los ojos se escucha la voz de una madre veinte años más joven.
- Dale, pedí un deseo!
Soplo. Soplo profundamente hasta el hartazgo, hasta quedarme sin aliento. Fuerte. Creo haber apagado la llama que encendió mis imágenes de-centro
Abro los ojos y mis ojos caen en el negro pabilo humeante de una velita torneada en gris perla.
Pánico escénico.
Mágicamente me atrapa un destello multicolor. Aparecido de la nada. Y seguido por uno más. Y otro. Segundos consecutivos que encienden una vez más la llama.
Vuelvo a cerrarlos.
Pienso: “velitas mágicas, dos con cincuenta en los chinos”.
Vuelvo a respirar.
Suspiro.
Abro los ojos y me sonrío aliviado y feliz.
Feliz.
Muy feliz.
Como mis ángeles me lo siguen cantando.
Soledad. Angustia. Gris. Nostalgia. Bienvenida antes, bienvenida después. Con melancolía en los ojos no se ven colores ni se siente el pestañeo.
Una vieja cepilla su larga y poco tupida cabellera gris, viste camisón arrugado y mira, con sus ojos arrugados una interminable colección de fotos familiares sobre un piano de cola negro. Grises y arrugadas.
En el cielo se ven nubes tiradas por pequeños caracoles que dibujan corazones acromáticos, corazones flechados, o alguna otra de esas figuras celestiales típicas. Silencio.
Todo es silencio.
Mientras tanto, en algún lugar un gordo gato gris prolonga su siesta sobre un sillón de cuero negro. Un gordo reloj metálico marca las seis de la tarde, las agujas se mueven apenas, casi sin avanzar, en sus puntas tienen focas. No se si funciona, si está en hora o no. Si, dije focas. Y brillan y parecen cansadas de querer avanzar y no poder. O lo hacen, avanzan, pero no se dan cuenta.
Como yo en medio de esta tarde gris o una porción de tiempo gris, en una ciudad desnuda y casi abandonada. Tarde, mediodía, tardecita, siesta; que más da saberlo, si cuando está nublado es como si no existiesen momentos definidos. No hay tiempo ni orientación solar y nadie sabe lo que es un ocaso dorado. Es gris y pausado. Son secuencias que se funden constantemente en la mente de alguien. En escala de grises. Por ejemplo en las de un joven que tirado en una cama deshecha, con la mirada amanecida y ebria hace salir de su boca blandas aureolas de humo gris.
En algunas partes de este mundo hay quienes creen que los perros perciben la vida sin colores. Completamente acromática. Como en una película vieja, tipo muda. Este mundo tiene muchas partes así. Lugares, momentos, olores, y personas tan grises esfumándose constantemente hasta perder nitidez. Sí, como en una película vieja. Tipo muda.
Bailarinas grises en cajitas musicales giran y giran en un silencio elíptico-elitista. Cucharas casi ennegrecidas, opacas, que suben y bajan de un plato de sopa humeante. Cientos y cientos de elefantes de peluche apilados en la fría depósito de una fábrica esperando turno para hacer feliz a un niño,. La mantilla de una virgen; pura y al mismo tiempo, llena de polvo. Ratas! Ratas corriendo por alcantarillas – una clásica – y, por supuesto, los mimos que tanto nos quieren hacer reír con sus lágrimas de plomo y boca-buzones corriendo como locos por las calles de esta ciudad dejada, buscando desesperadamente su sombra. Y la sensación ausente del llanto contagioso.
Justo en el momento en que se despide con un largo adiós el amigo imaginario. O unos segundos después, suena un llamador de ángeles y todo se funde en el desorden sonoro más dulce que el dulce de leche. Y vienen destellos de colores por todos lados, como cuando nace la primavera. Colores intensos hacia arriba y hacia bajo en un túnel. Como lo deben ser las mariposas en el estómago. Increíble! Sus aleteos suenan como aplausos que acompañan una melodía conocida – y deben serlo – por que los ángeles ya entraron a mi casa “Arcoiris”.
Y ahí está! Una vez más! Siguen llegando!
Salgo a saludarlos y casi al momento de abrir los ojos se escucha la voz de una madre veinte años más joven.
- Dale, pedí un deseo!
Soplo. Soplo profundamente hasta el hartazgo, hasta quedarme sin aliento. Fuerte. Creo haber apagado la llama que encendió mis imágenes de-centro
Abro los ojos y mis ojos caen en el negro pabilo humeante de una velita torneada en gris perla.
Pánico escénico.
Mágicamente me atrapa un destello multicolor. Aparecido de la nada. Y seguido por uno más. Y otro. Segundos consecutivos que encienden una vez más la llama.
Vuelvo a cerrarlos.
Pienso: “velitas mágicas, dos con cincuenta en los chinos”.
Vuelvo a respirar.
Suspiro.
Abro los ojos y me sonrío aliviado y feliz.
Feliz.
Muy feliz.
Como mis ángeles me lo siguen cantando.