8.31.2006

" NO LOGO O SI LO HAGO?"

8.30.2006

CUENTO ADOPTADO

8.24.2006

8.23.2006

MUSICA TOTAL

"PHOTOSHOW"

8.22.2006

BRAND CHARACTER

COMIDA DE PERROS

8.17.2006

MARCA BLANCA

8.16.2006

AVISO SOLIDARIO

8.15.2006

FABULEJA

Era como soñar.
Jugar era un derroche de imágenes y sonidos envueltos en finos hilos de un largo humo gris perla.
Era como soñar. Soñar despierto.
Volaba.
Yo volaba. O al menos tenía esa sensación de la nada convertida en algo debajo de mis pies. Tal vez en verdad estaba soñando. Y volaba.
Yo volaba.
Era un hombre que jugaba a volar.
Era un nene que soñaba jugar. Y volaban.
Los dos volaban.
Y nunca más estuvo solo.
Era como soñar.

Amarileja:
Hay que saber jugar.
Celesleja:
Hay que saber volar.
Rosaleja:
Hay que saber soñar.

8.08.2006

ZOO LA MENTE

PRIMOVERAL

8.05.2006

SEMIOLOGIA

GRAFICA EXTENSIVA

8.02.2006

CUENTO ACROMATICO

¿De Color era el Caballo Blanco de San Martín?

Era una noche fría en el barrio de Palermo viejo. El día anterior Mario había escuchado en la televisión que se registraron las temperaturas más bajas en la historia de la ciudad, un dato que seguramente lo tendría en cuenta para charlar con algún taxista nervioso.
A Mario no le importaba el frío. Estaba en el balcón del último piso del edificio en donde se estaba quedando un tiempo. Era el departamento de Julio. Mario días atrás había festejado su cumpleaños. Era invierno. Ocurrió durante el mes de Julio. Sin Julio.
Mario y Julio compartían muchas cosas pero ahora Mario estaba solo. El balcón daba a un pulmón de manzana generoso y Mario salía a fumar ahí por que adentro no estaba permitido fumar cigarrillos rubios. Ni negros. Mario había cumplido treinta años y se sentía raro. Nunca supo que era lo que pasaba cuando una persona envejecía. A el le gustaba decir “maduraba”. Estaba solo, maduro, con una bata blanca de Julio fumando en el balcón. Mirando detenidamente cómo transcurría la vida de los diminutos vecinos apilados en las torres lindantes al pulmón. Había una pareja que cocinaba en una cocina azul, un joven conectado a la red, una señora elegante hablando por teléfono y un montón más de persianas bajas y cortinas cerradas. Mario es un hombre observador y fantasioso. Muchas veces encendía un cigarrillo tras haber terminado otro sólo por quedarse en compañía de esa gente anónima. Cada tanto se veía en tres metros de vereda pasar a algún bohemio o gente con bufandas verdes y amarillas. Se preguntaba si le gustaba saber más de la gente que no conocía que sobre el mismo. Se preguntaba si su vida era observada tan impunemente. Mario fue criado en un pueblito del interior. En donde no existían pulmones ni cocinas azules, ni siquiera Internet, la gente no usaba colores intensos en invierno. La mayoría de las calles de su pueblo eran de tierra y en invierno no hacía tanto frío. Mario se hacía muchas preguntas. Preguntas que casi nunca alcanzaba a responderlas. Cuando esto pasaba el se decía a sí mismo: “blanco, el caballo de San Martín era Blanco”. San Martín fue un prócer muy importante en su país y había nacido a unos cuantos kilómetros de su pueblo. Entonces, justo después de su respuesta autodidacta jugaba a que veía en cinco o diez películas de clase media al mismo tiempo. El matrimonio de la cocina azul siempre discutía mientras preparaba la cena. Mario imaginaba que los dos hijos de ese hogar se alimentaban con desacuerdos, reclamos y nervios. Eran niños que esa noche soñarían con el fin del mundo y no se despertarían más. O no quisieran despertar. Siempre observaba si había luto en ese lugar. Y siempre pensaba en qué harían los padres. Y siempre terminaba haciéndose una de sus preguntas sin respuestas. O mejor dicho teniendo “blanco” como respuesta. Ahí abajo en esos pocos metros de vereda aparecía casi siempre un viejo vestido de traje viejo, de aspecto viejo, encorvado y viejo. Mario sentía olor a humedad cuando lo veía. Se posaba en esa fracción de vista y pedía a la gente de las bufandas coloridas que le convidaran cigarrillos. Mario pensaba que ese hombre padecía de cáncer en los pulmones y seguramente salía de su casa con el pretexto de salir a caminar, caminaba alrededor de diez cuadras con su mirada vieja y tajante y justo en ese lugar pedía a la gente ayuda para terminar de morirse o simplemente para sentir el placer que lo llevó hasta allí. Mario pensaba que como la mayoría de sus antepasados padecieron de ese mismo cáncer, seguramente termine de la misma manera sus días. Mario se lo solía cruzar a ese viejo durante el tiempo que estaba viviendo en lo de Julio, cuando lo veía venir, se asustaba y se cambiaba de vereda o entraba al primer negocio que encontraba abierto. No le tenía miedo, le resultaba familiar o vaya a saber qué. Siempre que lo cruzaba se preguntaba si le tenía o no que convidar un cigarrillo. Pero ya sabemos cual era la respuesta: “blanco”.
Mario pensaba en los nicknames que podía llegar a usar el jovencito de la computadora, estaba seguro que se la pasaba toda la noche chateando con gente. Se mostraba desnudo en cámara y en un par de oportunidades lo veía masturbándose. Frente a otros. Por medio de una computadora y una camarita más que diminuta. Era un joven apuesto, como diría una señora antigua del barrio. Pero Mario sólo veía un juego de luces y sombras manejadas por inercia, no veía si sonreía o hablaba o tarareaba una canción. Pero Mario estaba seguro que era un chico lindo, de esos que tienen levante en todos lados, de los que uno se detiene a mirar si lo cruza en la calle. Era fornido, las luces y sombras parecían manchas chorreantes sobre hombros y espalda macizos. Un chico lindo, poseedor de la belleza de las revistas y las películas rosas de Holliwood. Distinta a la belleza de Mario; una mujer que mira tv mientras trata de olvidar a su marido que no vuelve de comprar cigarrillos. “Ricotipo”, “FachitaPalermo”, “Palermo25” y hasta por qué no “Palermo Activo” o “EscortPalermo”. Mario se preguntaba por qué ese tipo de belleza no se rodeaba de gente, o no tenía amigos o simplemente por que no disfrutaba de su don detrás de otra cosa que no sea un artefacto. Puntualmente, como el destello que irradiaba un poco de esa luz chorreada en los pómulos, la respuesta era blanco.
Mario se cansaba de pensar y de responderse y se evadía jugando a que ganaba un Oscar y daba entrevistas como una notable celebrity. Se sentaba en un banco de madera y fumaba y hablaba solo sobre cómo fue filmar con Tarantino, Almodóvar y Emir Kusturica. Su belleza era envidiable. Cuando jugaba a ese juego era más lindo que cualquiera y realmente lo sentía de esa manera. Hablaba y se sentía importante, querido, reconocido. Hablaba un largo tiempo sentado en ese banco de madera con las piernas cruzadas. Jugaba a que distintos periodistas le hacían preguntas y lo más divertido del juego era que ésas si las podía responder. Se reconocía torpe, transmitía ingenuidad y defendía con mucho esmero lo que hacia, que eran sus formidables actuaciones. Hablaba de sus personajes. Personaje de Tarantino: un asesino. Uno que no reconocía sentimientos como ternura y nunca acariciaba a los niños. Lo describía muy bien, no le importaba el frío cuando jugaba así. Personaje de Almodóvar: un adicto a la heroína que se acostaba con medio mundo y era fanático de los años ochenta, luchaba por que su madre lo acepte tal cual era. Siempre hablaba de colores y se reía mucho contando anécdotas y daba reportajes exclusivos sobre la nueva película que haría: La Ley del Deseo II. Personaje de Kusturica: un amante de los campos litoraleños en donde se había criado, se vestía con tejidos de lana de oveja negra y cantaba chamamés. Folklore y paseos a caballo por campos de aromillos amarillentos. “Lunita del Taragüí”. Una canción que decía que no había en su tierra como la luna de su tierra. Taragüí significa “tierra cercana” en una lengua aborigen guaraní. Esos indígenas llamaban así al fortín de los colonizadores españoles que, con el tiempo fue la ciudad capital de la provincia de Corrientes. Ubicada al noreste de Argentina. Un lugar maravilloso. Un lugar limpio y con olor a cocina a leña. Humo. Mucho humo. El estaba feliz de hacer ese personaje. Y hablaba y hablaba con tantas ganas. Se parecía a la señora del teléfono que caminaba de una punta a la otra del departamento. Mario hacía paralelos con las palabras y sus significados. Departamento era una casa y su pueblito era un departamento de la provincia y ese departamento tenía muchas casas. Una casa no es un departamento. O si? Respuesta: “no se merece blanco como respuesta”. Se metía dentro y sacaba su teléfono móvil. Se fijaba si estaba apagado. Si aseguraba si siempre estaba apagado, ya que siempre lo tenía así. Apagado. Se divertía jugando a que hablaba con la señora del teléfono y se quedaba así, inventando excusas y riendo y simulando contar chismes de la oficina, del barrio… hasta que cortaban del otro lado. Nunca entendió por qué en esa ciudad había gente que gustaba tanto de hablar por teléfono. Se preguntaba si no era más conveniente reunirse frente a frente. “Blanco”.
“El caballo de San Martín era blanco”. Por que? La naturaleza hizo blanco al caballo. La naturaleza le da el color a las cosas. La naturaleza ponía en Mario su mente en blanco. Durante una de las noches más frías en la ciudad. Una ciudad enorme. Blanca. En Julio, tras haber madurado. Sin Julio, en su departamento, con muebles revestidos de blanco. Ahora desordenado pero blanco. Como la bata blanca, como sus medias, que eran las medias de Julio, como la seda de sus cigarrillos, como su respuesta recurrente. Como su tiempo de espacio fumador. Naturalmente. Imaginando y mezclando blancos. Mario estaba solo en el balcón. Había salido a fumar. No sentía frío. Se preguntaba por qué pasaba tanto tiempo, todas esas noches fumando en el balcón, pasando el tiempo con gente que no conocía, suponiendo cosas que no sabía si una persona de treinta años lo haría. Se preguntaba cómo era una persona de treinta años. Se preguntaba qué había de él en sus historias de ventanitas encendidas. Se preguntaba si era feliz haciendo aquello, si debería dejar de hacerlo, si en el caso que lo decidiera lo lograría. Dejar de hacer eso. Dejaría de fumar tal vez? Se preguntaba si debía hablar de ello con su terapeuta. Se preguntaba si estaba un poco loco. Siempre lo sospechó. Siempre se sintió un poco distinto. No le importaba. Si le importaba. Naturalmente. Todas las respuestas: Blanco. Blanco. Blanco. Blanco. Blanco. Blanco. Blanco. Blanco. Blanco. Blanco.
“El caballo de San Martín era blanco”.
Mario sonreía suavemente mientras terminaba de enterrar la colilla de su cigarrillo en una maceta de colillas de cigarrillos. Sabía algo en la vida, algo que era concreto y real: en la escuela le habían enseñado a responder correctamente las oraciones que se encierran entre signos de interrogación. Y él a los treinta años se sentía orgulloso de no haberlo olvidado.
Fin